Fidel Munnigh: La apatridia es una situación-límite que denuncia una grave injusticia: la exclusión radical del otro
La condición apátrida
Las imágenes modernas del apátrida sugieren siempre pobreza, soledad, desamparo. Su huella es la huellacasi invisible de los que legalmente no existen: inmigrantes ilegales, indocumentados, “en tránsito”, refugiados, marginados. No suele haber registro que avale su existencia y, de haberlo,es un pasaporte vencido, o un documento de identidad personal sin foto o con foto tachada por una equis. Algunos escenarios le son típicos: un desierto calcinante, una frontera hostil con personas que esperan o cruzan, un aeropuerto lleno de gente de todas partes que viene y va, una sala de esperas de una terminal vacía en el silencio de la noche, apenas ocupada por un viajero solitario que no sabe adónde ir.Apátridas: gente de ninguna parte, de ningún lugar, seres que no son ciudadanos, sin país, sin nacionalidad,pero con sus particulares historias de vida a cuestas. Apátridas: desterrados sobre la tierra.
Apátrida (del griego ápatris, apátridos: persona carente de nacionalidad) es una palabra incómoda que a nadie agrada: ni a las personas que padecen y denuncian la condición, ni a los gobiernos y Estados que la permiten y promueven pero no la reconocen. Nadie quiere reconocer al apátrida de al lado.En el vocabulario político al uso, la izquierda más dogmática aún tilda de apátrida a la burguesía nacional porque “no tiene patria”. La derecha más recalcitrante llama apátrida al que no defiende los intereses del status quo (y por eso son “apátridas”también los intelectuales y artistas disidentes que cuestionan el poder). Ambas coinciden en un punto: se niegan a reconocer al otro en su diferencia. Como expresión peyorativa, soporta los mayores agravios. Apátrida es sinónimo de lo peor: antinacional, antipatriota, traidor y enemigo de la patria, desleal. Y si es pobre y desposeído la afrenta es aún mayor, pues carga con una culpa irredimible. Camus tenía razón: la pobreza hace que las gentes no tengan nombre ni pasado.
La cuestión de la apatridia se intenta ignorar mediante su simple negación. Declaro que no hay apátridas y el problema deja ya de existir, salvo cuando ello me sirve para denigrar al otro, contrario a mí, que no piensa ni actúa como yo en el sensible tema de la patria y la soberanía.Pese a que nos negamos a verles y nos parecen invisibles o indeseables, existen, están ahí, son un río de humanidad. Greg Constantine, un artista visual estadounidense que ha documentado el tema desde la fotografía, considera con razón la apatridia como “una de las formas más radicales e invisibles de injusticia”. En el siglo pasado, las tentativas para reconocer y enfrentar el problema dieron lugar a la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Apátridas, de septiembre de 1954, y a la Convención para reducir los casos de apatridia, de 1961. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calcula que hay unos doce millones de apátridas en todo el mundo. Curiosa cifra: algo más que la población dominicana total.
Durante siglos y hasta 1948 los judíos fueron apátridas. Esa terrible realidad dio origen ala leyenda del judío errante, una figura mitológica del imaginario colectivo de la Europa cristiana antisemita. En una ocasión, dirigiéndose al papa de turno, Golda Meir le expresó: “Su santidad, cuando fuimos compasivos, débiles y apátridas nos condujeron a las cámaras de gas”. Una frase cierta pero desafortunada que no puede disculpar la maldad israelí ni el sufrimiento palestino como víctima expiatoria de males causados por otros. Hay pueblos con patria y sin Estado como los palestinos y pueblos sin patria y sin Estado como los kurdos, repartidos entre Irak, Irán, Siria y Turquía (los palestinos, que tienen una patria despojada y luchan contra la larga ocupación militar israelí, reivindican legítimamente un Estado libre, independiente y soberano). Hay también excluidos como los parias fuera del sistema de castas en la India, los refugiados de etnia tutsi en Ruanda y Burundi, los beduinos del África del Norte entre Libia, Chad y Argelia.Hay muchos otros escenarios de comunidades apátridas: Bangladesh, Nepal, Myanmar, Malasia, Sri Lanka, Costa de Marfil, Kenia, Ucrania.Y nosotros tenemos a los descendientes de inmigrantes ilegales haitianos nacidos y criados en el país.
En un sentido esencial y originario la condición humana es una condición apátrida.Pues si atendemos al relato bíblico judeocristiano, por su desobediencia, con el padre Adán todos fuimos expulsados del paraíso. El paraíso era la patria, el hogar fundado y destinado por el Padre para sus hijos, antes de la falta de nuestros ancestros. El hombre arrastra al nacer esta falta original, la de los padres desobedientes. Nacimos con la inclinación al pecado. Por el pecado perdimos la inocencia y el bien de nuestra primera y verdadera felicidad:perdimos la gracia. La expulsión del paraíso y el exilio resultante marcan, pues, nuestra experiencia esencial: la pérdida de la patria y la errancia por el mundo. Pero esta pérdida y esta errancia no son sólo exteriores: son también profundamente íntimas. La patria es el paraíso perdido. La redención cristiana viene a librarnos del pecado y de su paga,que es la muerte eterna. Es el paraíso recuperado.
De ahí que la apatridia no sólo sea un estatuto jurídico sino sobre todo una condición óntica del ser humano. Un pensador esencial del siglo XX, Martin Heidegger, ha pensado el problema de la patria en su relación con el ser y la verdad. En su “Carta sobre el humanismo” habla de la apatricidad en sentido ontológico: “La esencia de la patria ha sido nombrada con la intención de pensar la apatricidad o desterramiento del hombre moderno desde la esencia de la historia del ser”. Nietzsche fue el último en experimentar tal desterramiento. Nietzsche, igual que Marx, invirtió la metafísica. En ambos la inversión de la metafísica pertenece a la historia de la verdad del ser. Pensaron la condición del hombre moderno desde enfoques distintos: uno desde el desterramiento, el otro desde el extrañamiento. Marx reconoció la alienación moderna, entendida básicamente como alienación del trabajador, del productor, por el producto de su trabajo, que se le vuelve extraño y hostil. En Marx, la alienación tiene un carácter más concreto, un sentido histórico-social, no especulativo, como en Hegel. La observación de Heidegger sirve para repensar la condición del sujeto en la llamada tardomodernidad.
Así, lo que se revela tanto desde el relato judeocristiano como desde la filosofía existenciales una verdad universal: todos somos apátridas de origen, pues todos fuimos desterrados del paraíso y arrojados al mundo. No hemos elegido nacer, la vida nos ha sido dada como un bien o impuesta como un destino. Tampoco hemos escogido el país donde hemos nacido. Venturosa o fatalmente pertenecemos a un territorio geográfico y político, y a eso le llamamos patria. La relación particular con ese espacio de origen llamado patria define una parte vital de nuestro ser y perfila nuestra propia identidad.Pero ella es una construcción. No es una esencia inalterable, algo dado de una vez por todas, sino más bien un proceso, algo que se construye a partir de momentos y contextos.Toda identidad supone también una diferencia. Esto significa:un límite y una apertura. Baudelaire ha revelado esa permanente dualidad que nos constituye: el poder de ser y de no ser, de ser a la vez uno mismo y otro. La identidad es una ilusión con apariencia de realidad: la ilusión de ser uno mismo. Pero no siempre somos los mismos. En realidad somos y no somos.
La apatridia no sólo es carencia de nacionalidad en sentido estricto, sino también ruptura de vínculos con una entidad nacional. Ella se revela esencialmente como destierro existencial y desarraigo espiritual, como pérdida del sentido de pertenencia y del vínculo afectivo con una comunidad cultural y jurídico-política, vitales para construir una identidad. El apátrida es más que alguien que no tiene identidad nacional. Desgarrado y descentrado, agoniza en una tensión permanente entre identidad y desidentidad. Lo identitario en él es una dolorosa ausencia, aquello que le desidentifica. Lo que le constituye como tal es propiamente esta carencia. Pues su no pertenencia a un Estado-nación (jurídica, pero también psíquica y cultural) le convierte en un extraño sin lugar en el mundo: un paria, un outsider. Este sentimiento doloroso de no pertenecer a ninguna parte, este sentirse de ningún lado es su verdadera seña de identidad. Viviendo en soledad y desamparo óntico, representa un caso extremo del ser arrojado al mundo.Al margen de toda humanidad, paradójicamente, el apátrida es el más humano de los humanos.
La condición apátrida traduce una condición universal del ser humano que involucra la cuestión de la otredad. La condición de ser otro supone también el hecho de conocer y reconocer al otro en su diversidad humana y cultural. Porque el otro, distinto a mí, me completa y me complementa. Sin el otro, no puedo ser yo mismo. No es sino desde la otredad como nos miramos y leemos mutuamente: nos miramos y leemos nuestras propias alteridades y las alteridades del otro. Pero el otro no es un significante vacío. El otro son “los otros”, personas, grupos, minorías étnicas, lingüísticas y religiosas sin patria o sin Estado; el otro son los refugiados y exiliados, los desplazados internos, los inmigrantes en Europa o América, todos aquellos que por diversos motivos –crisis económica, represión política, guerras, hambruna, desastres naturales- han tenido que abandonar su país de origen o desplazarse al interior, perdiendo sus bienes y viviendas pero cargando aún consigo su cultura y sus valores.
Revelando una forma extrema de estar en el mundo, la apatridia es un estatuto intolerable que condena a millones de personas a vivir fuera de sus más elementales derechos. Todo ser humano, todo ciudadano es sujeto de derechos. Pero los derechos por humanidad preceden a los derechos por ciudadanía. Toda persona tiene derecho a una patria, a una nacionalidad; derecho a pertenecer a un país, a una sociedad y una cultura; derecho a circular y expresarse libremente, y a sentirse parte de una entidad colectiva que le protege y le garantiza su vida. La condición apátrida sólo puede ser favorable para unos pocos espíritus, tan lúcidos como anómalos, capaces de transmutarla en un acto de creación o de pensamiento. Sin embargo, no es lícito mistificar esta condición sólo por haber dado lugar a grandes obras literarias y artísticas. Para quienes la padecen y la sufren, es una afrenta y una condena; para los demás, un desafío al derecho internacional y un problema global que sólo puede ser resuelto por las leyes y las políticas de nacionalidad concretas de las naciones, grandes y pequeñas.Allí donde la filosofía promueve su reflexión humanista, la política debe entrar en acción.
Ninguna patria celebra a sus apátridas,ha escrito con acierto el dramaturgo argentino Rafael Spregelburd. Un mundo lleno de apátridas es un oprobioso mundo de excluidos y desterrados. La apatridia es una situación-límite que denuncia una grave injusticia: la exclusión radical del otro. Hay una mirada victimizante del apátrida como intruso, persona non grata, invasor pacífico. Es la mirada excluyente del poder. Pero también hay otra mirada, comprensiva e incluyente, del sujeto sin patria como víctima de las distintas políticas de la historia y del Estado, que son políticas de opresión. Reconocer la cuestión de la apatridia es reconocer también la alteridad, fuera de la cual no es posible construir ni una verdadera identidad, ni una convivencia civilizada, ni una sociedad incluyente. Pues el otro sin patria es ese ser innominado que miro como distinto a mí, pero que también me mira y no deja de mirarme desde su no-lugar, desde su estar fuera de todo centro, desde su “humanitas” deshumanizada, desgarrada y desarraigada que traduce la huella de su desterramiento y su errancia.